Artículo publicado a raíz de un trabajo sobre el caso Lautsi VS Italia en el que una señora italiana denunció la presencia de crucifijos en la escuela pública italiana. Los abogados del Estado italiano alegaron como parte defensora que el crucifijo formaba parte de la historia italiana y que era un símbolo reconocido de civilización.
La escuela pública ha de basarse en una serie de valores, siendo el más importante de todos ellos educar en el respeto por igual a todas y cada una de las personas. Porque respetar a las personas implica a su vez el tan necesario respeto a las distintas ideologías y religiones (con la obvia barrera de la legislación vigente), y porque no es posible aspirar a crear una sociedad más justa, solidaria y formada integralmente si no se parte de la base del respeto mutuo.
Parece incomprensible a todas luces y difícilmente justificable a lo sumo que una foto del antiguo presidente Aznar o una del actual Zapatero vigilara y adoctrinara a los jóvenes estudiantes desde lo alto de una pizarra financiada a cargo de todos. Aunque no se trate de una práctica común en las escuelas públicas, la legitimación que otorga la democracia podría ser de peso suficiente como para que lo fuera. Muy distinto es el caso de las religiones, que no cuentan con ningún tipo de legitimación y tampoco pueden aspirar a conseguirla. Por la misma razón por la que no cabe en la mente de casi ningún español que cualquier simbología islámica presidiera un aula pública, ninguna otra religión debería contar con un trato de favor en un espacio común como la escuela pública.
El respeto no se concibe sin la igualdad, de la misma forma que la igualdad no se concibe sin el respeto. Otorgar desde el Estado un lugar preferente a cualquier religión conllevaría menospreciar a los practicantes de las demás confesiones. No es el papel del Estado dar un trato de favor a quienes predican que un hombre se sacrificó por nuestra salvación. Al igual que tampoco lo sería dárselo a aquellos que defienden por dogma la prohibición del uso de preservativos. Ni siquiera lo sería aunque se diera el caso de que ambas ideas convergieran en una misma religión. Sí es papel del Estado, en cambio, velar por el derecho a discrepar (también en cuanto a religiones se refiere) y garantizar la no imposición de ninguna de ellas en ningún ámbito, y mucho menos en el público del cual es responsable directo el propio Estado.
Es indudablemente veraz el argumento en el que muchos sostienen sus tesis: el catolicismo ha formado parte de la historia por suerte o por desgracia. Lo mismo pueden afirmar los creyentes o defensores del Islam, del Budismo, la Inquisición española o el Nazismo. Pero la relevancia histórica, por suerte esta vez, solo legitima a aparecer en una posición privilegiada en los libros de historia. Nada de paredes en escuelas públicas financiadas a costa de todos. Al menos de momento.
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