Existe todavía en nuestros días un sentimiento generalizado de condena al suicidio. La sociedad parece no considerar legítima la decisión de una persona de acabar con su vida de forma voluntaria, llevando a la actualidad una vez más una consideración antigua y de marcada influencia religiosa. Son muchas todavía hoy las percepciones repletas de estigmas que sobreviven y que coletean, y mucha la gente que decide atajar y saltarse la innecesaria fase del pensar para juzgar y actuar directamente. Condenan aquello que se condena y alaban aquello que se les dice que alaben. ¿Para qué plantearse si algo es o no justo si puedo ahorrarme el desgaste y sobre todo entrar a formar parte de un grupo mucho más amplio que respalda mi opinión y mis decisiones?

Pero, por mucho apoyo popular que este tipo de medidas pudiera cosechar, el Estado no ha de intervenir empleando medios para conservar la vida de las personas contra su voluntad ni sucumbiendo ante otras muchas pretensiones que estos grupos de presión reivindican. Otro antecedente distinto se sienta, en cambio, cuando se trata de la vida de aquellas personas que se encuentran en centros penitenciarios y cuya responsabilidad directa recae sobre el Estado, pues éstas son privadas temporalmente del reconocimiento de ciertos derechos y de autonomía. El carácter reeducativo y de reinserción social de las penas (enunciado en el art. 25 de la CE) justifica esta afirmación en tanto que las consecuencias de sus actos les han conducido a una sanción que no solo deben cumplir como castigo por una conducta indeseable cuyas consecuencias preveían, sino como medio para buscar la concienciación del individuo y una posible reinserción social posterior. De ninguna forma podrían cumplirse estos preceptos si el preso pudiera decidir acabar con su pena antes de finalizar la misma.

Esto no pone en entredicho lo expuesto con anterioridad sobre la legítima voluntad del resto de personas de poner fin a su vida. No existe decisión más personal que aquella que versa sobre la continuación o el cese de la vida de uno mismo. La sociedad actual no está capacitada para entender esto, y puede que sea ésta la razón por la que no se legisle de forma abierta y explícita sobre el derecho de las personas a renunciar a su vida. No solo el suicidio es una práctica inevitable fuera del ámbito penitenciario sino que, siempre fuera de éste, el Estado no ha de intervenir intentando evitarlo. Ésta es una de las decisiones que ha de afrontar una persona libre: debe elegir continuamente si habrá o no mañana para él, si prefiere vivir en este mundo en el que todos nacemos en un principio obligados a vivir o prefiere abandonarlo. De la misma forma que cualquier persona ha de respetar esa decisión, pues cada individuo es el único legitimado para decidir sobre ello. No existe decisión más personal.

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