Y el tren emitió un gruñido áspero de dolor.
Había sobrevivido a tantos achaques y sido testigo de tantas vidas...
El inocente que tras una eternidad sin libertad toma la dirección de la madre que perdió a un hijo en la calle.
El pensativo que desconoce que está a punto de ser informado de su paternidad por una mujer a miles de kilómetros sobre la que apenas sabe nada.
El crío que mantiene fija su atención en lo que sucede más allá de la ventana, ensimismado en el azul cielo, el blanco nube y el verde naturaleza.
Las discusiones, los reencuentros. Las mañanas de resaca. Aquel joven que se atrevió a soñar. Y aquel al que la vida golpeó más de una vez.
Y como trasfondo una ciudad siempre cambiante. Planos que nunca son capaces de reflejar la realidad. Vidas que siempre lo son pero que casi nunca lo parecen. Demasiado cansancio tras trayectos infinitos.
-En ocasiones el final no te sorprende –pensó el tren momentos antes de que su luz se apagara para siempre.
Existe todavía en nuestros días un sentimiento generalizado de condena al suicidio. La sociedad parece no considerar legítima la decisión de una persona de acabar con su vida de forma voluntaria, llevando a la actualidad una vez más una consideración antigua y de marcada influencia religiosa. Son muchas todavía hoy las percepciones repletas de estigmas que sobreviven y que coletean, y mucha la gente que decide atajar y saltarse la innecesaria fase del pensar para juzgar y actuar directamente. Condenan aquello que se condena y alaban aquello que se les dice que alaben. ¿Para qué plantearse si algo es o no justo si puedo ahorrarme el desgaste y sobre todo entrar a formar parte de un grupo mucho más amplio que respalda mi opinión y mis decisiones?
Pero, por mucho apoyo popular que este tipo de medidas pudiera cosechar, el Estado no ha de intervenir empleando medios para conservar la vida de las personas contra su voluntad ni sucumbiendo ante otras muchas pretensiones que estos grupos de presión reivindican. Otro antecedente distinto se sienta, en cambio, cuando se trata de la vida de aquellas personas que se encuentran en centros penitenciarios y cuya responsabilidad directa recae sobre el Estado, pues éstas son privadas temporalmente del reconocimiento de ciertos derechos y de autonomía. El carácter reeducativo y de reinserción social de las penas (enunciado en el art. 25 de la CE) justifica esta afirmación en tanto que las consecuencias de sus actos les han conducido a una sanción que no solo deben cumplir como castigo por una conducta indeseable cuyas consecuencias preveían, sino como medio para buscar la concienciación del individuo y una posible reinserción social posterior. De ninguna forma podrían cumplirse estos preceptos si el preso pudiera decidir acabar con su pena antes de finalizar la misma.
Esto no pone en entredicho lo expuesto con anterioridad sobre la legítima voluntad del resto de personas de poner fin a su vida. No existe decisión más personal que aquella que versa sobre la continuación o el cese de la vida de uno mismo. La sociedad actual no está capacitada para entender esto, y puede que sea ésta la razón por la que no se legisle de forma abierta y explícita sobre el derecho de las personas a renunciar a su vida. No solo el suicidio es una práctica inevitable fuera del ámbito penitenciario sino que, siempre fuera de éste, el Estado no ha de intervenir intentando evitarlo. Ésta es una de las decisiones que ha de afrontar una persona libre: debe elegir continuamente si habrá o no mañana para él, si prefiere vivir en este mundo en el que todos nacemos en un principio obligados a vivir o prefiere abandonarlo. De la misma forma que cualquier persona ha de respetar esa decisión, pues cada individuo es el único legitimado para decidir sobre ello. No existe decisión más personal.
Artículo publicado a raíz de un trabajo sobre el caso Lautsi VS Italia en el que una señora italiana denunció la presencia de crucifijos en la escuela pública italiana. Los abogados del Estado italiano alegaron como parte defensora que el crucifijo formaba parte de la historia italiana y que era un símbolo reconocido de civilización.
La escuela pública ha de basarse en una serie de valores, siendo el más importante de todos ellos educar en el respeto por igual a todas y cada una de las personas. Porque respetar a las personas implica a su vez el tan necesario respeto a las distintas ideologías y religiones (con la obvia barrera de la legislación vigente), y porque no es posible aspirar a crear una sociedad más justa, solidaria y formada integralmente si no se parte de la base del respeto mutuo.
Parece incomprensible a todas luces y difícilmente justificable a lo sumo que una foto del antiguo presidente Aznar o una del actual Zapatero vigilara y adoctrinara a los jóvenes estudiantes desde lo alto de una pizarra financiada a cargo de todos. Aunque no se trate de una práctica común en las escuelas públicas, la legitimación que otorga la democracia podría ser de peso suficiente como para que lo fuera. Muy distinto es el caso de las religiones, que no cuentan con ningún tipo de legitimación y tampoco pueden aspirar a conseguirla. Por la misma razón por la que no cabe en la mente de casi ningún español que cualquier simbología islámica presidiera un aula pública, ninguna otra religión debería contar con un trato de favor en un espacio común como la escuela pública.
El respeto no se concibe sin la igualdad, de la misma forma que la igualdad no se concibe sin el respeto. Otorgar desde el Estado un lugar preferente a cualquier religión conllevaría menospreciar a los practicantes de las demás confesiones. No es el papel del Estado dar un trato de favor a quienes predican que un hombre se sacrificó por nuestra salvación. Al igual que tampoco lo sería dárselo a aquellos que defienden por dogma la prohibición del uso de preservativos. Ni siquiera lo sería aunque se diera el caso de que ambas ideas convergieran en una misma religión. Sí es papel del Estado, en cambio, velar por el derecho a discrepar (también en cuanto a religiones se refiere) y garantizar la no imposición de ninguna de ellas en ningún ámbito, y mucho menos en el público del cual es responsable directo el propio Estado.
Es indudablemente veraz el argumento en el que muchos sostienen sus tesis: el catolicismo ha formado parte de la historia por suerte o por desgracia. Lo mismo pueden afirmar los creyentes o defensores del Islam, del Budismo, la Inquisición española o el Nazismo. Pero la relevancia histórica, por suerte esta vez, solo legitima a aparecer en una posición privilegiada en los libros de historia. Nada de paredes en escuelas públicas financiadas a costa de todos. Al menos de momento.
Aquí mi respuesta a una buena amiga que me cuestionaba hace unos instantes sobre mi desaparición continuada durante las últimas semanas.
En los días venideros se rumoreó acerca de una (en apariencia) inverosímil historia. Decían que el chico se encontraba estudiando como cualquier otro día en su habitación. De forma repentina, una de las múltiples montañas de libros que se levantaban sobre su mesa sucumbió a las vibraciones causadas por el brutal sexo que practicaban sus octogenarios vecinos desde hacía un par de horas. Nunca más se volvió a saber nada de aquel joven.
Todavía hoy dicen que responde a los mensajes en Tuenti utilizando tan solo las palabras que es capaz de encontrar en los libros bajo los cuales se halla, pero los más osados afirman que no es él sino su mojo clamando en busca de venganza.
La más importante y única consecuencia de la gripe A: los adictos empedernidos al WoW dominarán el mundo al fin.
Todo hacía indicar que tan solo era un día más de verano. Un día en el que las altas temperaturas parecían susurrar que no había mejor lugar en el que estar que en el fresquito del hogar, junto a la tranquilidad de un buen libro y algo para picar. Un día de esos en los que te levantas ya cansado, como si el haber dormido durante horas solo hubiera conseguido entumecer tu cuerpo aún más. Un día de esos en los que te encuentras inseguro y temes de forma irracional que todo aquello que pueda salir mal lo haga sin dudarlo.
Ahora me doy cuenta de cuan equivocado estaba entonces creyendo que tan solo era un día más...
Como ya he dicho, el verano parecía aferrarse con fuerza y se negaba a abandonarnos, como el soldado que sabe que acabará muriendo en la batalla pero decide luchar con todas sus fuerzas hasta ese momento. Mi madre se había marchado unos días a la playa junto a su novio, y mi hermana estaba en Vigo junto a la familia de su pareja visitando a unos familiares de este último. Todo ello daba como resultado el que yo me encontrara completamente solo y abandonado en mi casa. La cosa no hubiera tenido mayor trascendencia si no hubiera sido por mi total ineptitud frente a los utensilios domésticos. No era ya que desconociera los pequeños trucos y técnicas para llevar a cabo muchas de las tareas diarias que se realizaba con los electrodomésticos. Simple y llanamente muchos de ellos eran completos extraños para mí, y su función principal se me escurría como el propio verano haría cuando llegara su momento.
Tan solo me veía lo suficientemente capacitado para utilizar regularmente el lavavajillas y la lavadora. El primero por haber visto a mi madre en continúas ocasiones introducir el juego de botones que lo ponía en marcha y colocar la pastilla correspondiente en su lugar idóneo para el lavado. Y el segundo por contar apenas con seis botones, por lo que hacerlo funcionar presuponía que sería un mero juego de niños. Pues bien, con el primero todo fue como imaginaba, y tras acabar el lavado me sentí orgulloso de que acciones que requerían tan poco esfuerzo como apretar un par de botones pudieran conllevar una limpieza tan pulcra de platos, vasos, cuchillos, tenedores y cucharas. El enorme éxito hizo que me creciera e hinchara. Ese fue un grave error, como me pude dar cuenta más adelante. Qué simple parecía todo en ese momento...
Creo recordar que fue el decimocuarto día de soledad cuando me vi en la necesidad de poner mi primera lavadora. Había intentado aplazar de todas las formas posibles este momento, pero pronto descubrí que los calzoncillos solo contaban con dos caras y que la búsqueda de una tercera podía tener fatales consecuencias (pasé de doce a cuatro calzoncillos en apenas unos días). Fue ese mismo día en el que el verano parecía negarse a despedirse. Mientras leía con tranquilidad, un fuerte olor fétido procedente de la ropa sucia acumulada frente a la lavadora se acercó, silencioso, al lugar que ocupaba en el sofá del salón. Parecía uno de esos olores que pueden llevar fácilmente días fraguándose, y de los que solo cuando son lo suficientemente desagradables tienes constancia. Como si el propio olor buscara ser lo más vomitivo posible y evitara ser percibido en un estado intermedio en el que no lo fuera en suficiente medida. Decidí que, tal como se presentaba la situación, debía actuar lo antes posible. No sin esfuerzo, conseguí despegarme de las prendas que llevaba adheridas en ese momento y añadirlas a la montaña que se acumulaba frente a la lavadora. Hice un esfuerzo aún mayor para no ensuciar más las prendas con aquello que había ingerido hace apenas unas horas. Finalmente, conseguí introducirla en la lavadora. Ahora solo debía probar alguna sencilla combinación de botones que consiguiera que empezara a funcionar la lavadora. Parecía simple, pero nada más lejos de la realidad.
Lo que sucedió en ese momento todavía no lo tengo demasiado claro, por no hablar ya de intentar asimilarlo o mucho menos de entenderlo. Muchas veces he llegado a considerarlo como un truco de mi propia mente, como algo que realmente no sucedió pero yo insistí en imaginar. Ha permanecido en ese grupo mental en el que todos hemos llegado a clasificar algunas cosas que, por no poder explicarlas, preferimos evitar darlas demasiadas vueltas si no olvidarlas.
Continuará...
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